Que la linterna de Lisícrates me ilumine.

Me prometí a mi mismo mantener una periodicidad semanal en este blog, pero me ha pasado todo el primer semestre de la temporada por encima, como un tanque. Es que escribir es muy difícil. Pero precisamente por eso me decidí a recuperar el blog, como una gimnasia semanal con la que mantenerme en forma pase lo que pase. 

He estado los últimos días en Atenas, con motivo del Athens Short Film Festival, donde se había programado Sushi. A pesar de dedicarme unos días a pasear entre las ruínas clásicas y las contemporáneas que conforman la geografía de esa ciudad grave y melancólica, la ansiedad con la que estoy terminando el año (estoy esperando respuestas de pruebas que he hecho como actor y un festival al que hemos presentado Esmorza amb mi) me hacía dedicarle más tiempo del deseado al móvil, y así pude enterarme de un cierto debate que se ha generado estos días en mi sector: ¿Se sobreexplica el teatro catalán? 

Empatizo totalmente con la susceptibilidad de los colegas que tienen sus obras en escena y se pueden sentir aludidos, porque cuando estrenas te quedas en un estado de desnudez espiritual que te deja desprotegido ante cualquier cosa que pueda parecer una opinión desfavorable, pero me parece una pregunta muy pertinente, y agradezco que sean los periodistas y cronistas culturales quienes se atrevan a hacerla en público, porque no es su opinión lo que realmente hace su trabajo relevante, sino su capacidad de aportar un contexto y generar un debate que ayude al público a formarse una propia, lo más fundamentada posible. En todo caso, si no ponemos el ojo en los procesos de producción las respuestas que podamos encontrar siempre quedarán cojas. ¿Es posible para los creadores tratar temas con profundidad cuando el modelo de producción termina siendo para algunos privilegiados el de levantar (escribir, producir y/o dirigir) tres obras al año (más una serie o lo que surja, etc.)? ¿Hay espacio para la sutileza o las contradicciones cuando se evita, desde teatros privados (si es que existen) y públicos, incomodar o incluso expulsar a un público que imaginamos conservador, porque ese es el público que entendemos que va a sostener económicamente nuestros proyectos? ¿Como podemos pedir a autores y dramaturgos que expriman su talento y nos ofrezcan las miradas más complejas sobre los temas que invocan si tienen que escribir sus obras en un tiempo muy limitado por los ritmos que el mercado impone? 

Para hacernos una idea, le dediqué tres años de mi vida a adaptar El día del Watusi a un texto teatral. Por supuesto que hice otras cosas en el intervalo, pero el tiempo de maduración del material original y de escribir y re-escribir no podía ser menos si no quería traicionar mi autoexigencia. No cobré ni de guasa lo que ese tiempo de trabajo implicaba. De hecho, hace unos meses me propusieron adaptar otro texto literario. Después de mi experiencia watusiana (que no dejaba de ser un proyecto de pasión), fui muy claro con el productor que me ofreció el trabajo: Solo lo haría por un sueldo que me asegurara un mínimo de seis meses de trabajo focalizado, pero asumo que el dinero que implicaría eso está fuera del mercado. Así que supongo que le ofrecerán el trabajo a otra persona, que espero sea capaz de hacer algo a la altura de la pieza original, una novela excelente, sin terminar regalando una dosis extra de su tiempo demasiado grande. Lo dicho, escribir es muy difícil, y más en esas condiciones. 

Tal vez por lo difícil que resulta escribir y lo expuestos que están los dramaturgos, como medida defensiva, en nuestro pequeño país estos han logrado protegerse de una manera que imagino que ayuda a su salud mental pero que a veces no acaba de servir para que las piezas literarias estén del todo alineadas con las necesidades escénicas del espectáculo al que deben de sostener. Mis colegas británicos, por ejemplo, me comentan que sus obras no están terminadas del todo hasta que no acaban los ensayos de las primeras producciones de sus textos, ya que es durante la fase de montaje cuando terminan de hacer los ajustes con los intérpretes, dirección y el resto del equipo creativo. Estoy seguro de que eso ayuda a que las piezas sean mucho más poliédricas, más ricas. Recuerdo una obra que dirigií a partir de una novela que debía de adaptar una dramaturga, el proyecto era un encargo para los dos y, viniendo como vengo del cine, di por hecho que los cambios en el texto que el proceso de ensayos nos pediría de forma natural serían comprendidos y aplicados por la escritora. En cambio, me encontré con una negativa frontal a lo que entendí que ella leía como una injerencia en su trabajo. El problema, además, es que no venía a los ensayos y no era consciente de lo que nos funcionaba y lo que no, no veía con sus propios ojos que lo que había escrito duraba mucho más de lo que los productores esperaban que durase el espectáculo y no era testigo de como los intérpretes se peleaban con un texto que no les daba seguridad, y cuando se le proponía (desde la distancia) cambios y cortes, su posición no daba lugar al debate: “Yo te puedo hacer sugerencias en la dirección, de la misma manera que tú me puedes hacer sugerencias en el texto. Pero al final escribiré lo que yo quiera.” Al final tiré por la tangente y cambié yo mismo lo que no funcionaba e hice la edición necesaria, preferí tener un conflicto con una autora lejana que dejar el marrón a unos actores que tenían que defender el montaje en cada función. Y la entiendo, porque vuelvo a lo complicado que es escribir y como te deja en un lugar muy delicado. Pero el teatro, al menos como yo lo entiendo, es algo vivo que se encuentra a sí mismo en la sala de ensayo. Por eso se me hace muy extraño que un autor que espere fidelidad máxima a su texto no participe del proceso de trabajo de una manera cotidiana. 

Como comentaba antes, en el cine esto cambia de manera radical. Lo cuál no lo hace más fácil para el escritor, sea como sea sigue siendo un trabajo que pide una dosis alta de masoquismo. Cuando he escrito cine, y lo llevo haciendo desde que tengo 19 años, ya ha llovido un poco, siempre me he encontrado con que opinaba de mi texto hasta el portero del edificio donde se encuentra la productora. Hacer una película es algo tan caro que los que sueltan (o gestionan) la pasta van a intentar que haya el mínimo margen de error posible, y eso pasa, primero de todo, por el guión. El problema es cuando quién opina no tiene ni idea de lo que es un guión, o sencillamente su idea está muy lejos de la tuya. Por eso, como suele suceder, lo mejor es trabajar para gente cuya opinión, sensibilidad y gusto respetes o, incluso mejor, admires. 

Ahora mismo estoy trabajando para unos de los mejores productores que he tenido nunca. Pero aún así me encuentro escribiendo con el peso de un encargo muy claro: Quieren mi universo, mis inquietudes y mi mirada, pero me piden algo que pueda ser “accesible”. En un primer momento esa demanda me cayó como una losa, ¿qué es accesible? ¿Accesible para quién? No hay nada más horrible que escribir para un fantasma que no conoces, pero a quién le das el poder de que tu proyecto pueda o no financiarse. Al final, una script doctor apasionada e inteligente, de nombre Neus Rodríguez, me dio la respuesta que necesitaba para poder trabajar sin esa espada de Damocles afilada sobre mi cabeza: Accesible es aquello que es comprensible. Y ese es el mantra que me repito, mientras exprimo mis miedos, mis heridas y mis anhelos en el tratamiento que me dedico a desarrollar en el apartamento de mi amigo Eurípidis, en el centro de Atenas, mientras me acompaña un canal de la radio pública llamado Kosmo Jazz. “Accesible es aquello que es comprensible”. Y mientras suena la bellísima trompeta emotiva pero no por ello menos "accesible" de Chuck Mangione. 




En uno de esos reels que Kinótico publica en instagram con extractos de sus mesas redondas, el guionista de una de las películas más accesibles de este año que termina lanza esta categórica sentencia: “Hay muchos guionistas, pero hay pocos guionistas puros.” Hostia. Ahora sí que la hemos jodido, porque si soy algo es un guionista totalmente impuro. Cuando yo empecé a escribir en formato guión, en el siglo pasado, apenas había escuelas de guión, así que me dediqué a leer mucha teoría (de Syd Field a García Márquez, de Sánchez Escalonilla a Linda Seger, de Aristóteles a Christopher Vogler) y muchos guiones que llegaban a mis manos de las maneras más peregrinas (aún recuerdo los vendedores callejeros de guiones que había en Broadway a finales de los noventa, que te vendían guiones como el que vendía tripis con la cara de Bart Simpson). Así que me creé mi propio canon, siguiendo unas reglas a las que sigo siendo fiel a día de hoy, pero que creo que no comparto con nadie más en el planeta Tierra. Por ejemplo, decidí que el sonido iría en cursiva porque así lo vi en un guión de Scorsese o de Schrader (ahora no sabría decir). No me he encontrado jamás con otro guionista que siga esa misma convención. Pero, tozudo como soy, yo no me bajo del caballo. 

Como autodidacta, vendí un par de guiones, uno de ellos se llevó unos cuantos Goyas, y luego me tiré de cabeza al teatro porque ahí podía tener más control sobre los procesos, y porque los tiempos estaban cambiando y el cine de clase media con el que yo me había formado empezaba a quedarse en la cuneta. Seguí escribiendo de vez en cuando para el audiovisual, y veía como la mayoría de los guionistas nuevos que aparecían venían de escuelas, como los productores cada vez más descartaban leer guiones y se iba popularizando el ritual publicitario del pitching. También empezaron a crecer labs como setas, cosa que tiene su lado positivo en que permite que muchas voces menos hegemónicas encuentren un canal, pero que paradójicamente puede terminar homegeneizando los puntos de vista. 

Es cierto que las películas que me han enseñado a escribir y a amar el cine no son fruto de laboratorios, pero también es verdad que cada época y contexto tiene sus procesos establecidos para desarrollar guiones. Y que, sea como sea, siempre va a ser un puto rompecabezas sentarse a desarrollar una historia para una película en negro sobre blanco. Y que una buena película que deba de salir al mundo encontrará su manera, sea como sea. O al menos más nos vale creer que es así. 

Mi motor es entender la vida. Escribo porque el mundo me supera y mi curiosidad me desborda, porque necesito encontrar un sentido a todo lo que me turba, me desconcierta o me ilusiona. Por eso todas esas mecánicas más cercanas a la venta que a la exploración me son tan ajenas, y me hacen sentir profundamente inseguro. Evidentemente soy un obseso de la estructura, y la he investigado del derecho y del revés, seguramente para compensar mi falta de base académica, pero incluso eso me gusta que sea lo más invisible posible. Los diálogos, que parezcan improvisados. La estructura, que parezca accidental. La vida se me antoja un caos y no me gustan los guiones que pretenden darle un orden artificioso. Los guiones “bien construidos” no me interesan, y menos en estos tiempos de IA. Lo que le pido a un texto, ya sea teatral o cinematográfico, es que dialogue con la vida, con la máxima honestidad e inteligencia posible. Y el camino que he encontrado para acercarme a ese ideal es la obsesión. Cuando un guión me acompaña en la vigilia y en el sueño es cuando siento que estoy alineado, es cuando por fin puedo confiar. 

Si siempre me he sentido un intruso en general, como autor no va a ser menos. Solo puedo acogerme a que he escrito algunas cosas que han funcionado, pero asumo que igualmente cada vez que me enfrento a un nuevo proyecto tengo que demostrar que soy capaz. A mi mismo por mis inseguridades, y al mundo en general porque no trabajo desde lo estándar, porque de hecho la naturaleza misma de mi búsqueda creativa es cuestionar lo establecido. 

Escribir es una búsqueda profundamente íntima, y eso se da de bruces con lo mercantil y con el juicio ajeno. Solo si escribo desde la vulnerabilidad soy capaz de mantener la fe. Esperar que mi vulnerabilidad conecte con la vulnerabilidad ajena, y que ahí en ese triunfo sobre la soledad ambas se hagan más fuertes. 

Y así me descubro ante la linterna de Lisícrates, en el barrio de Plaka, a pocos metros del Partenón, un monumento erigido en honor a Dionisios, orando en silencio ante el Dios que más se acerca a mi credo, pidiéndole que me ilumine en el desarrollo de el texto que tengo entre manos, porque allí donde no llegue mi confianza solo podrá llegar mi fe.

Cuando el templo descansa.

Había olvidado la violencia latente que se respira en esta ciudad. De hecho, creo que incluso ha crecido desde que yo iba al instituto aquí, hace 32 años. Es una violencia que se combina con la solidaridad urbana de una manera desconcertante. La presión cotidiana es latente, y parece que la única manera de sobrevivir a ella es cultivando la alienación. Esta semana me he acostumbrado a sentarme a escribir en un parque infantil en Brooklyn, donde reinan los niños blancos, cuidados muchos de ellos por mujeres negras o latinas. Supongo que es lo más normal del mundo, ¿por qué llevar a tus hijos al parque si puedes usar ese tiempo en ganar dinero? Paseo con mi hermana por Tribeca, y como hace mi hijo o algunos de mis amigos más pudientes, le provoca que yo use la palabra privilegio. La entiendo, en el fondo. Yo también soy vulnerable, por más que no quiera, a este smog neoliberal que nos baña. La veo satisfecha, ahora que siente que, después de tres años, ha ganado el pulso a Manhattan. Eso le da seguridad y orgullo. Y como soy su hermano mayor, eso me hace feliz. Tan solo espero que sus afectos encuentren un lugar sano donde desarrollarse en medio de estos pesticidas capitalistas. Veníamos de público del Daily Show, uno de los late nights más escorados a eso que aquí se llama izquierda, en el fondo una trinchera más de esa guerra cultural que ahora está bien caliente, cerca como están las elecciones presidenciales. Mientras ríes y aplaudes, presionado (y muy bien presionado) por un talentoso comediante de stand-up que se dedica a preguntar a algunos de nosotros de qué trabajamos (la mayoría responde que en corporaciones multinacionales) y a hacer chanza, dos armarios empotrados nos vigilan sin ningún pudor. En un momento me olvida de la regla de no mirar el móvil en las pausas publicitarias porque he recibido un mensaje de mi mi mi mi mi mi mi amor y me quedo embobado leyendo lo mucho que le ha gustado El 47 del colegui Marcel Barrena, así que uno de los armarios empotrados se dirige a mi como si estuviera a punto de fumarme una pipa de crack ahí delante de todo el mundo (adicción que no es necesariamente peor que la del móvil), pero yo aún no le he visto, absorto como estoy en la pantalla, así que un miembro del público detrás mío me golpea la espalda con mala folla. Hay quién me mira, asegurándose que registre su desaprobación, y el gilipollas de detrás mío me critica a tono para que yo le escuche. Había olvidado el desprecio que en este país se merece cualquiera que no asuma el orden social, aunque sea por error. Todo esto, al ritmo de una música pop/urban/mainstream a toda hostia que suena en cualquier momento que uno pudiera acogerse al silencio. Are we having fun yet? El mundo del show-business y el totalitarismo bailan pegados, igual que baila el mar con los delfines, como ya nos avisó (antes incluso de Guy Debord) Elia Kazan aka el chota con A voice in the crowd. 



A ver, en un principio, Andy Griffith, el prota del peliculote que acabo de mencionar, como yo, como mi hermana, como mi hijo, como el capullo de atrás, como tú, lo único que quiere es ser visto. Luego ya viene toda la posesión infernal del enano fascista que se crece dentro suyo. Esta ciudad, con todo, es preciosa, y es la capital mundial del culto a la individualidad. Aquí todo el mundo se desplaza de un sitio a otro como si estuviera siendo admirado por el resto de la Humanidad. Paradójicamente, es la mejor manera de pasar desapercibido. Si algo aprendí aquí es a vivir la propia individualidad con orgullo, a celebrarla. Pero si en lo más íntimo no te sientes visto, este lugar es insoportable. Con catorce años, ya tenía muy claro que tenía que buscar un lugar fuera del hogar para que me vieran, por eso decidí dejar Manhattan y volverme a Barcelona, porque allí al menos no tenía que convivir con un no-padre que no me veía. En el Raval acabé encontrando, por primera vez en mi vida, un entorno social en el que por fin sentía que se me veía. La gente, cuando no se siente vista, termina por mirarse a sí misma demasiado, para compensar. Por eso vamos como vamos, construyéndonos burbujas que reflejen nuestra imagen. 

Por eso recupero este blog, porque sé que un blog, en 2024, no lo va a mirar ni el tato. Pocos actos de libertad com el de escribir para nadie. Escribo más que nunca, ultimamente, pero escribo para ganarme la vida, con el objetivo de construir relatos accesibles y universales (desde mi honestidad más esencial, qué coño, que una cosa no quita la otra) que provoquen emociones y abran puertas de reflexión a un público potencial. O escribo en mi diario páginas de un cuaderno de bitácora sin ninguna intención estética (y mi deforme caligrafía es prueba de ello). Pero escribir como el que canta al aire, buscando la belleza de las palabras, con la intención de seducir a la nada, sin la necesidad de llegar, de interpelar, solo para gozar, eso es algo que echaba de menos. La idea es comprometerme a escribir una entrada por semana. En principio publicarla los jueves. Hoy es jueves (en NY, en Europa es viernes ya, lucky you). Y hoy empiezo mi disciplina semanal con esta entrada.

Mi cicerone Eugene me lleva la iglesia de Times Square, donde en el teatro, por la noche, una performer transexual con alas negras es. Poca cosa más de lo que hace tiene interés, pero su presencia, su estar, ya es suficientemente interesante como para observarla durante media hora. Después de ella, un grupo de latinoamericanos homenajean a Eduardo Galeano y sus Espejos paseando por la sala con la cara pegada a un espejo: Una imagen perfecta, anque no sé si voluntaria, de este culto a la individualidad que podría ser la verdadera religión secreta de Manhattan. 


Cuando el espectáculo termina, Eugene y yo nos colamos en la Iglesia, vacía, nocturna, a oscuras. Son solo unos segundos, entre las sombras. Y ahí algo se relaja, pudiera ser que cuando el templo descansa es cuando más cerca está de aparecer lo sagrado.