Fer mira por la ventana, está llegando a su destino: Una casa en frente de la playa, casi en el fin del mundo, también conocido como Cadaquès, propiedad de los padres de uno de ellos, donde más tarde pasará una de las mejores nocheviejas de su vida. Pero ahora mismo, mientras entra en la señora casa, con la cabeza aún ovillada por la siesta, con sus amigos más pendientes del teléfono o de acomodar el espacio, y con los nervios propios del 31 de Diciembre, Fer se siente algo fuera de lugar. Así que decide salir al jardín, a observar el mar y a fumar uno de sus últimos cigarros.
Por descontado, tiene muy claro que el 2008 va a dejar de fumar de por vida. Y esta vez es de verdad.
Liv pega la primera calada, que siempre es la mejor, mientras remueve el azúcar del café. Ha terminado de comer; y, como dicta el ritual no verbalizado de cada año, ahora toca una larga e intensa tertulia. Los anfitriones, Ramón y Carlos, hermanos, y Damián, su pareja desde hace casi veinte años, debaten sobre si, de las fechas absurdamente simbólicas con las que convivimos, el fin de año es de las que verdaderamente tiene más sentido o si, en cambio, no deja de ser una convención más.
« Inevitablemente, » sostiene Ramón « vivimos, por naturaleza o por convicción, en ciclos. Y los ciclos empiezan y terminan. Al contrario de lo que mucha gente defiende la vida tiene una estructura narrativa muy clara construida a base de principios, nudos y desenlaces; midpoints y puntos de giro. Y cuando un año termina, pasamos de un acto a otro. »
Liv opina lo mismo. Por eso, a pesar de disfrutar de la compañía, prefiere salir a pasear sola un rato. Argumentalmente siempre es mejor un poco de acción que un diálogo inmóvil.
Fer observa a las personas que caminan en la lejanía y le parece reconocer algún rostro, aunque tiene claro que es un espejismo fruto de su deseo. Se pregunta por qué esa constante necesidad de tener alguien siempre al lado con quien compartir y desahogar los nudos que le inquietan. Es curioso, suceda lo que suceda en su vida, parece que siempre acabar volviendo a ese doloroso y reconocible agujero emocional, ese sentimiento de desamparo que, paradojicamente, tanto le hace sentir como en casa. Piensa en este último año. Durante unos meses, fue novio de una madre soltera. Incluso en alguna ocasión llegó a despertarse en casa de ella, para luego desayunar con ambas, la madre y su hija de cuatro años. En ese momento lo vivió como algo normal, pero pronto descubrió que le había afectado más de lo que pensaba. Por primera vez en sus 28 años, después de ir como una veleta de una relación a otra, de vivir el aborto de dos novias/amantes, y de huír de cualquier historia que se asemejara lejanamente a un compromiso, descubrió que le gustaba la idea de tener una familia. En todo caso, cuando estuvo a tiempo de reconocer ese sentimiento su romance con la madre soltera, como tantas otras veces, ya eran noticias de ayer.
Liv pasea por el pueblo y recuerda su viaje a Bélgica hace apenas seis meses. Siempre pensó que, cuando volviese, aunque fuera por unos días, el hecho de re-encontrarse con el escenario de su infancia, la sombra de un hogar que ya no lo es, sería una experiencia cuanto menos densa. Pero no imaginaba que el motivo básico de su viaje fuera ayudar a morir a su madre. Liv no tiene hijos, pero no se puede decir que no haya dado a luz. Tal vez lo único que verdaderamente un hijo pueda hacer por quién le ha dado la vida es ayudarle a despedirse de ella cuando ha llegado el momento.
Fer también cree reconocer a aquella mujer rubia y menuda que camina a lo lejos. Podría ser una antigua profesora de guión, de cuando tuvo la mala idea de estudiar cine. Y hubiera sido genial que lo fuera, porque si hubiera tenido que escoger una persona de las muchas que conocía con las que conversar en ese momento, probablemente ella hubiera sido una de las primeras que le hubiera venido a la cabeza. Probablemente por eso la confunde.
Aunque tal vez realmente lo sea, se parece demasiado. Así que, como no quiere hacer el ridículo llamando a gritos a alguien y equivocarse en medio de esa zona exclusiva de gente bien, Fer decide llamarla por teléfono.
Fer coge su móvil, busca su nombre en la agenda y pulsa el botón de llamada.
Al cabo de unos segundos, la silueta de mujer se detiene. Mete la mano en su bolso y saca su teléfono. Liv responde al otro lado.
"Estoy en Cadaquès", dice.
"Ya lo sé. Gírate."
El último atardecer del año, Liv y Fer pasean y conversan por entre las rocas lunares de esa isla que no es una isla.
Uno de los dos, no importa quién, dice en un momento de la tarde, cuando el naranja del sol está en lo más cursi, algo así como que, tal vez, las relaciones entre las personas consisten sencillamente en «saber compartir con otro la propia soledad ». O algo así.