Cuando el templo descansa.

Había olvidado la violencia latente que se respira en esta ciudad. De hecho, creo que incluso ha crecido desde que yo iba al instituto aquí, hace 32 años. Es una violencia que se combina con la solidaridad urbana de una manera desconcertante. La presión cotidiana es latente, y parece que la única manera de sobrevivir a ella es cultivando la alienación. Esta semana me he acostumbrado a sentarme a escribir en un parque infantil en Brooklyn, donde reinan los niños blancos, cuidados muchos de ellos por mujeres negras o latinas. Supongo que es lo más normal del mundo, ¿por qué llevar a tus hijos al parque si puedes usar ese tiempo en ganar dinero? Paseo con mi hermana por Tribeca, y como hace mi hijo o algunos de mis amigos más pudientes, le provoca que yo use la palabra privilegio. La entiendo, en el fondo. Yo también soy vulnerable, por más que no quiera, a este smog neoliberal que nos baña. La veo satisfecha, ahora que siente que, después de tres años, ha ganado el pulso a Manhattan. Eso le da seguridad y orgullo. Y como soy su hermano mayor, eso me hace feliz. Tan solo espero que sus afectos encuentren un lugar sano donde desarrollarse en medio de estos pesticidas capitalistas. Veníamos de público del Daily Show, uno de los late nights más escorados a eso que aquí se llama izquierda, en el fondo una trinchera más de esa guerra cultural que ahora está bien caliente, cerca como están las elecciones presidenciales. Mientras ríes y aplaudes, presionado (y muy bien presionado) por un talentoso comediante de stand-up que se dedica a preguntar a algunos de nosotros de qué trabajamos (la mayoría responde que en corporaciones multinacionales) y a hacer chanza, dos armarios empotrados nos vigilan sin ningún pudor. En un momento me olvida de la regla de no mirar el móvil en las pausas publicitarias porque he recibido un mensaje de mi mi mi mi mi mi mi amor y me quedo embobado leyendo lo mucho que le ha gustado El 47 del colegui Marcel Barrena, así que uno de los armarios empotrados se dirige a mi como si estuviera a punto de fumarme una pipa de crack ahí delante de todo el mundo (adicción que no es necesariamente peor que la del móvil), pero yo aún no le he visto, absorto como estoy en la pantalla, así que un miembro del público detrás mío me golpea la espalda con mala folla. Hay quién me mira, asegurándose que registre su desaprobación, y el gilipollas de detrás mío me critica a tono para que yo le escuche. Había olvidado el desprecio que en este país se merece cualquiera que no asuma el orden social, aunque sea por error. Todo esto, al ritmo de una música pop/urban/mainstream a toda hostia que suena en cualquier momento que uno pudiera acogerse al silencio. Are we having fun yet? El mundo del show-business y el totalitarismo bailan pegados, igual que baila el mar con los delfines, como ya nos avisó (antes incluso de Guy Debord) Elia Kazan aka el chota con A voice in the crowd. 



A ver, en un principio, Andy Griffith, el prota del peliculote que acabo de mencionar, como yo, como mi hermana, como mi hijo, como el capullo de atrás, como tú, lo único que quiere es ser visto. Luego ya viene toda la posesión infernal del enano fascista que se crece dentro suyo. Esta ciudad, con todo, es preciosa, y es la capital mundial del culto a la individualidad. Aquí todo el mundo se desplaza de un sitio a otro como si estuviera siendo admirado por el resto de la Humanidad. Paradójicamente, es la mejor manera de pasar desapercibido. Si algo aprendí aquí es a vivir la propia individualidad con orgullo, a celebrarla. Pero si en lo más íntimo no te sientes visto, este lugar es insoportable. Con catorce años, ya tenía muy claro que tenía que buscar un lugar fuera del hogar para que me vieran, por eso decidí dejar Manhattan y volverme a Barcelona, porque allí al menos no tenía que convivir con un no-padre que no me veía. En el Raval acabé encontrando, por primera vez en mi vida, un entorno social en el que por fin sentía que se me veía. La gente, cuando no se siente vista, termina por mirarse a sí misma demasiado, para compensar. Por eso vamos como vamos, construyéndonos burbujas que reflejen nuestra imagen. 

Por eso recupero este blog, porque sé que un blog, en 2024, no lo va a mirar ni el tato. Pocos actos de libertad com el de escribir para nadie. Escribo más que nunca, ultimamente, pero escribo para ganarme la vida, con el objetivo de construir relatos accesibles y universales (desde mi honestidad más esencial, qué coño, que una cosa no quita la otra) que provoquen emociones y abran puertas de reflexión a un público potencial. O escribo en mi diario páginas de un cuaderno de bitácora sin ninguna intención estética (y mi deforme caligrafía es prueba de ello). Pero escribir como el que canta al aire, buscando la belleza de las palabras, con la intención de seducir a la nada, sin la necesidad de llegar, de interpelar, solo para gozar, eso es algo que echaba de menos. La idea es comprometerme a escribir una entrada por semana. En principio publicarla los jueves. Hoy es jueves (en NY, en Europa es viernes ya, lucky you). Y hoy empiezo mi disciplina semanal con esta entrada.

Mi cicerone Eugene me lleva la iglesia de Times Square, donde en el teatro, por la noche, una performer transexual con alas negras es. Poca cosa más de lo que hace tiene interés, pero su presencia, su estar, ya es suficientemente interesante como para observarla durante media hora. Después de ella, un grupo de latinoamericanos homenajean a Eduardo Galeano y sus Espejos paseando por la sala con la cara pegada a un espejo: Una imagen perfecta, anque no sé si voluntaria, de este culto a la individualidad que podría ser la verdadera religión secreta de Manhattan. 


Cuando el espectáculo termina, Eugene y yo nos colamos en la Iglesia, vacía, nocturna, a oscuras. Son solo unos segundos, entre las sombras. Y ahí algo se relaja, pudiera ser que cuando el templo descansa es cuando más cerca está de aparecer lo sagrado.